Hoy es

"Un largo verano..." (1ª Parte)

(Para todos los que ya superamos los 50) 
Manantiales de San Isidro
Mi niñez no ha sido diferente a la de vosotros, no ha sido peor, ni seguramente mejor.
De ella recuerdo muchas cosas: los sabañones del invierno (eso sí era frío), las cabañas
que nos hacíamos en el “campico chino” ó los escondites en los patios de mis vecinas para jugar a los “médicos”.
Con el paso del tiempo te das cuenta que entonces tenias toda la libertad, y por tanto,  toda la felicidad que un niño de siete ú ocho años podía tener. La vida giraba en torno al colegio, la comida del mediodía, más colegio y, por fin, el bocadillo con “manteca” y chocolate al lado de los amigos, hasta que se hacía oscuro y había que volver a casa.
A veces, como algo extraordinario, nos atrevíamos a llegar a la “Estación” é incluso seguir por la vía hasta los manantiales de San Isidro, y, si eras de los más valientes, pegarte un baño en calzoncillos saltando desde lo más alto.
Los veranos eran largos, muy largos, estoy seguro que mucho más de lo que son ahora.
Las mañanas se pasaban dando clases de “repaso” con don Daniel, pero las tardes, a partir de las cinco (hora oficial en la que se acababa la siesta), se volvía a las andadas.Era el momento de coger ranas en aquellas abandonadas balsas que un día conocieron el esplendor del cáñamo, comer “agrillo” y subirnos a la inmensa Jacaranda de la Cruz de los Caídos, o peor aún, trepar por la escalera trasera del propio edificio hasta la azotea.
El peligro entonces, simplemente no existía. Podíamos jugar al fútbol en la calle y si algún coche pasaba y nos pitaba, parábamos el juego unos segundos, con desgana y mirada amenazadora.
El telefunken y el perro-lobo de escayola
Al caer la noche, y después de cenar, la calle se convertía en un improvisado porche donde nos juntábamos todos los vecinos frente al “Telefunken” que mi padre sacaba desde la salita hasta la puerta, gracias a su largo cable y a una mesa (con transformador incluido) de ruedas. El perro-lobo de escayola (comprado en la Feria), que acompañó siempre a nuestro televisor, mantuvo un milagroso equilibrio a lo largo de esos continuos trasiegos del verano. El un, dos, tres…era lo que mayor expectación despertaba, y ver a “Kiko” con sus muñecas llenas de relojes y ese fajo de billetes en sus manos nos alejaba por completo de la realidad.

Había un momento especial del verano, bueno, en realidad, eran dos.
El primero, sin duda, la Feria. 
Eran unos días mágicos en los que todo era posible, desde montar en aquél inmenso carrusel que la familia Tortosa, seguramente, había heredado de quien sabe cuantas generaciones, hasta reírte a carcajadas con las ocurrencias de los hermanos Calatrava, aunque en realidad no entendieses sus chistes. 
Podías acostarte mucho más tarde de lo habitual, y comprar en aquellos viejos “puestos” de juguetes las bombas fétidas, ó “cosas peores”, con los que tomar el pelo a los abuelos que venían a casa el día de los “Santicos”.
El segundo ocurría los domingos de agosto, pasada la Feria, cuando por fin tocaba ir a la playa. 
Era un espectáculo vernos subidos en el flamante “Renault cuatro” cargados con la olla de “pelotas” que mi madre previamente había preparado. No faltaba ni siquiera el “moro”, un extraño cruce de perro más listo que el hambre, que pacientemente esperaba a que se abriese la primera puerta del coche para subirse. En llegar, escarbaba un agujero buscando el frescor, a la sombra de la inmensa sombrilla de colores que mi padre clavaba y allí se quedaba en un extraño letargo del que sólo despertaba al sonido de la olla.
El día transcurría en las playas de Guardamar, entre continuos gritos de advertencia para que no nos metiésemos muy adentro y el regreso, llenos de arena, “galipote” en los pies, quemados por el sol y muertos de cansancio, pero deseando que llegase pronto el siguiente domingo...
Mi perro "Moro"
 CONTINÚA AQUÍ

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